20090911

36 años

Hoy pasé frente a tu estatua, Chicho. De camino a mis trámites, obviando una conmemoración más del asesinato de tu sueño. No porque hubiera querido obviarla - sí, es verdad, nunca te conocí, ni mis padres lo hicieron, para ser francos. Nunca supe qué fue haber estado allí, haber escuchado tu voz por la radio, haberte visto marchando por la (no, no ancha. Por Dios) Alameda. Nunca experimenté el terror de los que, alegando tus crímenes, supieron infundir el miedo y la deshumanización sobre nuestras existencias. No creí, más que por un instante, en tus sueños. Pero a pesar de todo, obviaba el día y avanzaba hasta toparme con tu presencia de hierro.

Y señor, presidente Allende, qué triste ha sido el espectáculo. Hoy se cumplen 36 años de tu muerte, y a veces me parece que has muerto en vano. Por la mañana, la que hoy ocupa tu cargo - la que debiera, quizás mejor que nadie, seguir tus pasos - tiene la cara dura de parafrasear tus enormes palabras, mientras firma la venta de los últimos trabajadores que juraste defender con tu vida. Te cita y te homenajea en actos de interminable tedio, olvidando tu obra, olvidando tu efigie a meros metros de su lugar de trabajo. Olvidando tu recuerdo, tomándolo y prostituyéndolo sin el menor pudor para continuar la neoliberalización por la que te hubieras, de nuevo, volado los sesos. A ella la aplauden, los que a ti te entregaron en andas por una pizca de poder vacío, olvidando su rol de traidores al país y a su gente, traidores a lo que es bueno y noble, traidores a sí mismos y ante el mundo entero; a ella, tu sucesora, la aplauden y ella les sonríe de vuelta y se presta para perpetuarlos en la misma posición de la que - de la mano del pueblo que creyera en ti - los sacaste.

Hoy se cumplen 36 años de tu crimen, del que fuiste víctima. Ya murieron los generales rastreros, pero su imagen insiste en aferrarse a la memoria de los desmemoriados, de los que lloran por un mañana más brillante (para sus billeteras, claro) y sonríen ante la imagen macabra de tu sacrificio. Los que defienden con tus pequeños errores de humano, los más inimaginables crímenes contra la humanidad. Qué cobardía, pretender que tu obra se equipara al siniestro horror del criminal en Jefe; qué falta de vergüenza, simular - con la misma lógica del "empate" y del "consenso" con la que se defienden los otros crímenes indefendibles - que aquí todos perdimos, que aquí hubo alguna vez un "todos", que sean capaces de hablar en nombre del mismo Pueblo al que se vieron obligados a asesinar cuando osó soñar. Qué falta de memoria hablar de consenso, cuando por las mañanas se tapan las narices para evitar el olor a roto que surge de las profundidades de la ciudad y que se cuela, muy a su pesar, por Avenida Las Condes hasta sus domicilios.

Ya hace más de tres décadas que añoramos tu presencia asesinada. Tu consecuencia a toda prueba, de la que bien podrían aprender los que se llenan la boca hablando de ésta misma, sin ser capaces de predicar con el acto durante un segundo. Tu valentía insuperable, de la que bien debieran aprender los militares cobardes, que asesinan por la espalda y alegan demencia cuando el irresistible peso de la justicia finalmente cae en su espalda. Cuánto te necesitamos, Chicho; y en cambio, no podrías estar más muerto. Hemos olvidado tu senda, la de la igualdad a toda prueba. Porque nadie recuerda que eras un cuico de la más alta alcurnia; a nadie le importa, a nadie debería importarle. A ti no te importaba, porque veías en cada hombre un ser humano, una persona igual de capaz, que no valía por el puntaje que sacaba en una prueba ficticia o por los dígitos de su sueldo, sino por ser persona y nada más. Nos hemos olvidado de la dignidad, convirtiéndonos en meretrices de norteamérica, añorantes de su cultura muy particular e incapaces de reconocernos en el espejo. Nos hemos olvidado de tu presencia, de tu retórica inflamatoria, de tantas cosas.

Hoy no vivirías, Salvador. Hoy, cuando se justifica lo injustificable, cuando se valora lo invaluable, cuando el sueño por el que soñaste yace bajo las botas de los trabajadores a los que juraste defender, y que hoy se venden al mejor postor por una mísera migaja de pan. Hoy pasé por tu estatua, y dos de tus simpatizantes se trenzaban a palabras, recriminándose en la posterioridad de lo trascendido con tu muerte. Que fulanito era un vendido, por no haber vuelto a la Patria a luchar contra el Tirano. Que mengano era un energúmeno y violento, que sus propios errores fueron los que te costaron a ti la vida. La verdad, Chicho, no sé quién tenga la razón. Envidio tu profunda convicción, a sabiendas de que no creo en lo que crees (al menos, no en los medios), pero no me atrevería a alzar el dedo contra quienes, al menos, hacen el intento por recordarte. Cuando fuiste causa de unidad, Presidente, hoy la discordia merodea tu tumba, amenazando con transformar el - quizás - último legado de tu existencia en una perversión más, destinada a acentuar las contradicciones contra las que te debatiste.

Hoy visité tu estatua, Chicho. Y te juro que me alegré, a ratos, cuando éramos 5 observando tu figura en silencio, y 30 observando la ruidosa discución, te juro que me alegré de tu muerte. Porque te ahorraste el bochorno de haber sido olvidado en la memoria colectiva.

1 comentario:

  1. Toda crítica es una autocrítica. Desde luego que, también yo, no recuerdo muy bien lo que era Salvador Allende. Así que ahórrense los tu quoque - conozco perfectamente mis limitaciones.

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